– No deberías andar a solas por aquí – le aconsejó Vincent.
– Me gusta la quietud de este sitio – le respondió Cloud.
– Sí, a mí también… – se sentó junto a Cloud. Juntos admiraron la aldea. Desde aquella cima todo parecía muy pequeño – En realidad – prosiguió Vincent -, creo que hay algo más que cuatro casas en esta aldea – Cloud giró la cabeza y lo miró sorprendido -. Tú también lo piensas, ¿no?

Cloud afirmó con la cabeza.

– ¿Dónde crees que es?

Cloud señaló una casa de dos plantas algo más apartada del pueblo. Era evidente que estaba abandonada desde hacía tiempo.

– Sí… ¿echarás un vistazo?
– Puede – respondió Cloud y volvió a mirar hacia otra parte.

Vincent lo dejó a solas de nuevo y volvió a casa del anciano. Yuffie mejoraba notablamente gracias al calor y un brebaje de montaña contra los síntomas del enfriamiento. Tifa buscó a Cloud con la mirada tras Vincent pero no lo vio entrar. Volvió a hundir la cabeza entre sus manos.

Cloud bajó de nuevo a la aldea y se dirigió a la casa abandonada. Intentó abrir la puerta pero estaba cerrada. No sólo eso: la puerta no era de madera, sino de metal. Hundió la hoja de su espadón e hizo palanca hasta que abrió un boquete por el que pasar. Lo que halló en el interior le satisfizo. Era un laboratorio repleto de máquinas antiguas y llenas de suciedad acumulada. Buscó un lugar en el que activar la electricidad y lo encontró. Se subió a una mesa metálica y activó una palanca. Un ruido de inicialización de un montón de máquinas a la vez inundó la sala.

Cloud centró su atención en una pantalla en la que se mostraba un prompt de consola, esperando a que alguien introdujera una opción. Se colocó frente al teclado y pulsó «play» y entró la orden. Apareció una lista:

«1 Calamidad de los cielos
2 Arma
3 Confidencial [2]

option?[1]:»

Hipnotizado, pulsó la tecla de entrada y apareció un vídeo. Supuso que era el 1, pues era la opción predeterminada. Observó. Apareció ese mismo laboratorio años atrás, presumiblemente. Había una mujer de pelo largo y ondulado, castaño y con unos ojos azul intenso que se arremolinaban como un torbellino. Estaba en primer plano. Le era familiar.

– Échate un poco a la derecha, Ifalna – dijo una voz tras la cámara.
– ¿Así? – repondió la mujer revelando que poseía una voz muy bella.
– Perfecto. Bien, ¿Puedes hablar de los Cetra?
– Los Cetra… hollaron esta tierra hace mucho tiempo. Hace dos mil años escucharon el llanto del Planeta y descubrieron una gran herida en él.
– ¿Una herida? ¿te refieres a un cráter?
– Sí. Muchos de los Cetra se desplazaron a la tierra de la sabiduría e intentaron sanar la herida.
– ¿Por qué la llamas la tierra de la sabiduría?
– Fue donde los Cetra empezaron a hacer lectura del Planeta.
– ¿Hacer lectura del Planeta? ¿Hablar con él?
– Algo parecido. El Planeta les dijo que algo había caído del cielo y le había provocado esa herida. Dijo que sólo él mismo podía sanar con el paso de los años e intentó persuadirlos para que se marcharan de aquí.
– De ahí este tiempo inclemente de forma constante – quien entrevistaba a la mujer parecía estar haciéndolo de forma profesional, aunque usaba un tono muy amable.
– Sí, es probable. Entonces apareció él – la mujer agachó la cabeza y su rostro se endureció.
– ¿Quién es él?
– No lo sé. La calamidad de los cielos, le llamaron. Salió de la Cueva del Norte con semblante amistoso. Fue bienvenido por los Cetra y él compartió su sabiduría de forma generosa durante un tiempo. Pero entonces les engañó e introdujo el virus – la mujer cayó de rodillas al suelo y se llevó la mano a la cabeza. La cámara hizo un movimiento brusco.
– Podemos dejarlo por hoy…
– ¡No! – replicó Ifalna – El virus atacó a los Cetra y los corrompió, los convirtió en monstruos y los aniquiló. Y él… se acercó a todos los demás Cetra con el virus… – la mujer se quedó callada mirando al vacío.
– Bien. Es suficiente por hoy.

El vídeo había terminado y el sistema operativo le devolvió a la pantalla de consola anterior. «Interesante», pensó Cloud. «Veamos los demás».