Capítulo XIX – Dos

9 noviembre 2007

Por suerte ya era de noche cuando llegaron a Corel. Barret se había puesto muy reticente, pero al final pudo entrar en razón. La única entrada a Gold Saucer estaba allí. Se refugiaron en la oscuridad para pasar desapercibidos. Rodearon la aldea y tomaron el primer funicular que subía.
Cait Sith estaba muy emocionado, no paraba de hablar y de ir de un lado para otro. Barret, que no estaba de humor, le apuntó con su brazo-arma. «O te callas o te convierto en chatarra», le dijo. Cait Sith se sentó y no volvió a hablar en todo el trayecto.

Al fin, pudieron ver el enorme árbol dorado, brotando en mitad del desierto. Por la noche, las luces lo iluminaban por completo. Era un espectáculo realmente bello. Incluso Barret, que no estaba de muy buen humor, se alegró un poco al ver los fuegos artificales y escuchar la música que provenía de los pabellones. Aerith, que estaba sentada junto a Cloud, le apretaba la mano cada vez que veía explotar algún cohete. Cloud sonreía forzadamente.

Llegaron a la estación. Cait Sith se puso a la cabeza.

– Yo sé donde está el museo de Dio, seguidme – les dijo.
– ¿También nos vas a pagar tú la entrada? – le preguntó Barret.
– ¿Pagar? Yo no pago aquí. Tranquilos, dejadlo todo de mi cuenta.

El gato mecánico se acercó a la taquilla y de un salto se sentó en ella. Tras hablar un rato con la taquillera, se acercó al grupo.

– Todo arreglado. Tenemos entrada y alojamiento gratis.
– ¿Cómo es posible que un robot tenga tantos privilegios en un lugar así? – le preguntó Vincent, aunque le quitó la pregunta de la boca a Cloud.
– Amigo, yo trabajo aquí. Que no te engañe que sea un robot, tengo un sueldo y un contrato.

Vincent no quedó muy satisfecho con la respuesta. Intercambió una mirada con Cloud, y éste la intercambió con Red. No obstante, no tenían más remedio que aceptar el regalo.
Entraron en el hall principal. Allí estaban dispuestos todos los toboganes que llevaban a las distintas áreas del parque. Cait Sith se dirigió a la entrada hacia el área de batalla.

– Es por aquí.
– ¿Dio tiene su museo en el área de batalla? – preguntó Cloud, extrañado.
– Sí. Es su zona preferida. Se pasa el día allí, viendo como la gente pelea. No es extraño que decidiera poner ahí su museo personal.
– Entiendo…

Se metieron uno a uno por el agujero. Tras caer durante un rato y sentir como cambiaban de dirección varias veces, cayeron sobre una gran colchoneta. Salieron por una puerta ovalada y se encontraron en una plataforma con alfombra roja. Unas largas escaleras subían muy alto. Varios focos de colores iluminaban el camino. Parecía la bienvenida de unas grandes estrellas de cine. Red andaba de una forma extraña.

– ¿Ocurre algo, Red? – le preguntó Cloud.
– Esta alfombra… me hace cosquillas al andar.
– Ja, ja – Cloud rió sinceramente -. Tranquilo, ya llegamos.

Cuando llegaron arriba, se encontraron con lo que parecía ser el lugar donde se hacían las ofertas. Decenas de hombres trajeados andaban de un lugar a otro con unos tickets rosas. Otros, miraban por unas ventanas a, supusieron, los luchadores que había allí abajo. El panorama era muy distinto de la última vez que subieron, después de la masacre de Dyne.
Red no soportaba las multitudes humanas. Le pisaron varias veces el rabo. Finalmente se cansó y rugió de tal forma que el recinto entero pareció detenerse. Varios hombres que estaban cerca de él lo miraron con los ojos como platos.

– Oye – le dijo uno a Cid -, ¿Es tuyo? Haz que participe, apuesto mil guiles por él.
– Eh… – empezó a decir Cid.
– Me temo que no estoy interesado. Es usted muy amable – le respondió Red.

El hombre se echó atrás. Al parecer, le había asustado más el hecho de que Red hablara que el mismo rugido.

– ¡Dejen paso! – dijo Cait Sith por un pequeño megáfono que llevaba siempre consigo.

Se pudieron abrir paso hasta la sala de exposiciones. Subieron unas cuantas escaleras más y se encontraron en ella. Allí había todo tipo de objetos extraños y valiosos. Desde armas que habían sido usadas en la gran guerra, hasta piedras preciosas que sólo se encuentran en el fondo del océano. No les costó mucho, por cierto, encontrar la piedra angular. En mitad del recibidor, en un gran pedestal, sobre un cartel que rezaba «La Piedra Angular»; se encontraba la piedra.

– ¡Pues aquí está! – exclamó Barret – Cojámosla y larguémonos de aquí.
– Yo en tu lugar no lo haría – le advirtió Cait -, Dio se enfadaría mucho si la cogieras sin su permiso.
– Eso, no quiero volver a esa apestosa cárcel del desierto – le reprochó Tifa.
– Bien, y, ¿Cómo se supone que vamos a poder ver a Dio para pedírsela?
– Pedirme el qué.

Todos se giraron y vieron la silueta de un hombre forzudo en la puerta. Avanzó hacia ellos. Era Dio, el dueño de Gold Saucer. Lo reconocieron rápidamente por su constitución musculosa y su pequeño taparrabos rojo. Tenía el cuerpo aceitoso.

– ¡Mira quién está aquí! – exclamó Dio, quien parecía haber reconocido a Cloud – El mejor corredor de carreras de chocobos de Gold Saucer. Dime, muchacho, ¿Has venido a participar?
– En realidad no – respondió Cloud secamente.
– Oh, vamos, tienes madera de corredor.
– Lo siento, quizá más adelante, ahora tengo otras cosas que hacer. Necesito la Piedra Angular – como era habitual en Cloud, no se andó con rodeos. El resto del grupo se miraron preocupados ante la poca delicadeza de Cloud.
– ¿La Piedra? Está loco, he pagado…
– Sólo la tomaré prestada. Prometo devolverla cuando la utilice – le interrumpió Cloud.
– ¿Utilizarla? No pensarás que realmente abre la puerta a un templo sagrado, ¿No?

Cloud no dijo nada.

– ¡Oh, vamos! No creas que voy a dejarte la piedra así como así.
– Me debes una. Nos encerraste en una cárcel desértica durante horas por un crimen que no habíamos cometido.
– ¡Os regalé un buggy que valía un millón de guiles! – exclamó indignado Dio.
– ¡Un millón! – gritó Barret. Sólo de pensar en que habían abandonado el buggy a las afueras de Nibelheim casi le da un ataque al corazón.
– Un buggy no compensa una ofensa como aquella – insistió Cloud.
– Eres un negociante nato… – dijo Dio rascándose la barbilla, mientras sonreía -. Hagamos un trato: quiero que participes en el área de batalla y que te emplees al máximo.
– Ni hablar – se negó Cloud -. No pienso participar en este circo para perdedores.
– ¿¡Circo para perdedores!? – gruñó Dio. Frunció las cejas y se encaró con Cloud – Escucha, muchacho. Posiblemente seas un buen luchador, pero dudo mucho que seas capaz de sobrevivir a mi área de batalla. Muchos luchadores lo han intentado pero sólo uno lo ha conseguido.
– ¿Quién?
– Sephiroth.

A Cloud le impresionaron las palabras de Dio. ¿Sería verdad que sólo Sephiroth había sido capaz de superar la prueba del área de batalla de Gold Saucer? Empezó a replantearse el hecho de participar. Definitivamente, se había convertido en un desafío.

– Está bien. Inscríbame.

Una respuesta to “Capítulo XIX – Dos”

  1. Kuraudo said

    «Que no te engañe que sea un robot, tengo un suelDo y un contrato.»

    «Varios hombreS que estaban cerca suyo lo miraban con los ojos como platos.»

    «- Oye – le dijo uno a Cid -, ¿Es tuyo? Haz que participe, apuesto mil Guiles por él.»

    «- Pedirme el qué.»
    ^^^^^^^^^^^^^^^^^^
    creo qe falta el sujeto de la afirmación además del «?»

    «- Me debes una. NoS encerraste en una cárcel desértica durante horas por un crimen que no habíamos cometido.»

    this is funny ^^

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