– ¡No pienso adentrarme más con este oleaje! – gruñó Cid.

A medida que se adentraban en el mar, éste se enfurecía más. Parecía haber un ente al que le disgustaba la presencia del grupo.

– Deberíamos parar en aquel islote – apuntó Barret.

Estaban atravesando un archipiélago. Según Cait Sith, el templo se encontraba al final de éste, en una gran isla situada al sudeste del continente oriental.

– No pararemos hasta llegar – dijo Cloud.
– ¡Maldita sea! ¿Nos quieres matar a todos? – protestó Cid.
– Si los Shin Ra consiguen la Materia Negra, moriremos todos de todas formas.

La llama de la cola de Red parecía apagarse por instantes, pero siempre resurgía con un renovado fulgor. El viento y la lluvia agitaban los cabellos de su lomo.

– Nos acercamos – dijo Aerith. Hasta ese momento, había estado ausente.
– ¿Cómo lo sabes? – le preguntó Cloud.
– Lo siento. Les oigo con bastante claridad. El conocimiento… – Aerith tenía la mirada perdida – ¡No pares Cid!
– ¡Estáis todos locos! Esta niebla no deja ver nada. Podría haber aquí mismo un peñasco e iríamos derechos hacia él.

El grupo hizo caso omiso de las quejas de Cid. Todos estaban ansiosos por ver qué era el Templo de los Ancianos. Contra todo pronóstico, el temporal cesó. La niebla se desvaneció rápidamente y ante ellos apareció una playa preciosa. En el horizonte, en mitad de un exhuberante bosque, se alzaba imponente el templo.

– ¡La madre que me parió! – exclamó Cid mientras se echaba las manos a la cabeza.
– Es precioso… – Yuffie tenía la boca abierta.

Cid depositó el potrillo en la arena. Bajaron y tiraron de él para asegurarse de que una subida en la marea no lo arrastrara. Se quitaron gran parte de la ropa y la escurrieron. Sin más demora de la necesaria, reemprendieron el viaje.

Atravesaban el bosque. Todos tipo de criaturas extrañas habitaban en él, aunque parecían todas inofensivas. Sentían como cientos de ojos se clavaban en sus nucas. Desde luego aquel bosque no estaba acostumbrado a las visitas.

Aerith marchaba al frente. Llegaron al templo. Estaba rodeado por un gran socavón. Un puente hecho con algo de cuerda y unas tablas era la única vía de acceso. La anciana corrió hacia el puente y se detuvo a mitad. Se agachó y posó la oreja en el suelo.

– ¿Qué hace? – preguntó Barret.
– Podría haber vuelto al planeta… – dijo Aerith. Parecía estar hablando con ella misma – Pero se ha pospuesto… debido a la fuerza de voluntad. Lo sé. ¿Qué quieres decir? Ya. Ahora mismo – se incorporó – ¿Entramos? – preguntó.

Todos asintieron con cara de circunstancias. Miraron hacia el templo y pudieron ver la única entrada en lo más alto. El templo tenía forma de pirámide escalonada, como un zigurat. Unas escaleras permitían llegar a la entrada sin más complicaciones.

Empezaron a cruzar el puente. Bajo sus piés, había una neblina que se arremolinaba dibujando formas fantasmagóricas. Les parecío ver un enorme brazo que salía hasta el puente, pero cuando lo tocó se deshizo como humo que topa contra una pared. Yuffie tenía miedo, pero intentaba disimularlo. Miró hacia abajo una última vez y vio dibujada la cara de un cadáver que gritaba en silencio. Un susurro sibilante agravaba la sensación de estar caminando por encima de un montón de espíritus. Nadie dijo nada hasta llegar al otro lado.

Subieron la escaleras. Cuando llegaron al último escalón, vieron en el suelo tendido a una de aquellas criaturas encapuchadas.

– Unióooon… – susurraba.
– Maldita sea – farfulló Cloud – ¿Qué demonios…?

La criatura estiró un brazo y la capa negra se remangó, dejando ver un tatuaje con el número nueve.

– Tiene un tatuaje. Es el número nueve – dijo Cloud, enunciando lo evidente – Entremos.

Entraron en una pequeña estancia iluminada a duras penas por dos antorchas sobre un altar. Cuál fue su sorpresa cuando encontraron, frente al altar, malherido, a Zeng. Tenía una enorme brecha que le cruzaba todo el abdomen y que llegaba hasta el hombro. Se estaba desangrando.

– ¡Zeng! – gritó Aerith. Se agachó junto a él.
– Os estaba esperando… – dijo.
– ¡Maldito cerdo! – gritó Barret mientras se abría paso entre los demás. Cogió a Zeng del cuello y le apuntó en la frente con su brazo-arma – Voy a volarte los sesos, escoria.
– ¡Déjalo, Barret! – ordenó Cloud.
– ¿Qué?
– Lo que oyes.
– Pero, Cloud, este tipo es el cabecilla de Los Turcos. Es la mano derecha del presidente de Shin Ra. Ahora tenemos la oportunidad de librarnos de él. ¡No podemos desaprovecharla!
– No mataré a Zeng mientras está malherido.
– ¿Por qué?
– Porque él no lo haría conmigo.
– Tu amigo tiene razón – intervino Zeng -. Debéis libraros de mí ahora que tenéis la oportunidad.
– Zeng, estás malherido. Voy a curarte – dijo Aerith mientras posaba sus manos sobre el jefe de Los Turcos.
– ¿Estás loca? – gruñó Barret mientras sacudía a Zeng violentamente – ¿Vas a curar a este hijo de perra?
– Zeng no es malo. Le conozco desde que era pequeña… no puedo decir eso de muchas personas, ¿Sabes? Él siempre me ha tratado bien.

Barret soltó a Zeng, que cayó al suelo. Empezó a vomitar sangre.

– Mi desdicha… – dijo Zeng – empezó el día que dejé ir a Aerith. He cometido muchos errores. Ya no quiero vivir.
– No digas eso – Aerith se agachó de nuevo y empezó a curarle la herida.
– ¿Sephiroth está en el templo? – preguntó Cloud.
– ¿A ti que te parece? – le respondió Zeng, mirando su enorme brecha en el pecho – Ten – Zeng le alargó la Piedra Angular – Colócala sobre el altar. Te abrirá la puerta.

Cloud cogió la piedra y se fue derecho al altar.

– Déjame – le dijo Zeng a Aerith mientras la cogía del brazo.
– Aun no te he curado del todo…
– Ya has hecho bastante. Sobreviviré. Ve con ellos. Debes entrar.

Se intercambiaron la mirada durante unos instantes. A pesar de estar en bandos contrarios, se apreciaban de alguna manera.

– Está bien.

Aerith se reunió con el resto.

– Has tenido suerte esta vez, shinra – le dijo Barret a Zeng.

Zeng no dijo nada. Cloud colocó la piedra en el hueco y ésta empezó a brillar. Pareció deshacerse y convertirse en un líquido lila que empezó a expandirse por el interior de un dibujo en relieve que había sobre el altar. De repente, el suelo pareció convertirse en una especie de arenas movedizas. Notaron como sus pies se hundían.

– ¿Qué está pasando? – gritó Cid.
– ¡Es una trampa! – gruñó Barret – ¡Maldito shinra!
– Tranquilizaos – dijo Cloud. Miró a Zeng y movió la cabeza, como forma de despedida. Zeng alzó la mano y sonrió.

Pronto el grupo fue engullido por el suelo. Sintieron frío y un cosquilleo recorrió todas las partes de su cuerpo. Notaron una fuerza bajo los piés que les empujaba hacia arriba de nuevo. Asomaron la cabeza finalmente. Ya no estaban en aquela habitación. Se encontraban en mitad de un inmenso laberinto. Miles de escaleras que subían y bajaban les rodeaban. Era imposible mirar al frente sin marearse. Cuando hubieron emergido totalmente, Aerith señaló algo. Había alguien, lejos, en lo alto de una escaleras.

– No puede ser… – susurró Aerith.
– ¡Claro que no puede ser! – se quejó Barret – ¡Estamos en mitad de un puto laberinto! ¿Cómo vamos a salir de aquí?
– Eso no es lo más importante ahora – le contestó Vincent mientras se agachaba y tocaba el suelo, examinándolo – Debemos llegar a Sephiroth.
– Nunca encontraremos la salida – dijo Tifa mientras miraba a su alrededor. Tenía los ojos llorosos.
– Tranquila – le contestó Cloud -, Aerith nos conducirá hasta donde debamos llegar.

Pero no todos confiaban tanto en Aerith como Cloud. Se encontraban en mitad de un enorme laberinto, sin salida, sin entrada. Muchos se arrepintieron de haber llegado hasta allí.